miércoles, 13 de febrero de 2013

Tarde de lluvia

Aunque las persianas están subidas y hace media hora se podía distinguir el color azulado del cielo, todo empieza a oscurecer. La alegre luz de la habitación se convierte ahora en sombría.
Voy hacia la ventana y se puede ver el paisaje de unos colores más apagados, pero no menos brillante, ya que han comenzado a caer del cielo rápidas gotitas que chocan contra todo lo que van alcanzando a su paso de un modo kamikaze.
Cada vez con más fuerza se escucha caer la fina lluvia. Algunas gotas llegan al cristal de la ventana de una forma precipitada, entonces se dejan llevar por la superficie vertical y la fuerza de la gravedad. Casi a modo de caricia van cayendo y cruzándose entre sí, animándome a que salga fuera.
Al abrir la puerta, ya se puede notar el agradable olor a naturaleza mojada y el ambiente húmedo del lugar.
Comienzo a andar por el porche de la casa, escuchando el crujido de la madera que piso, observando los pequeños charcos que se van formando en el suelo de hierba y tierra mojada.
El cielo de un gris intenso, parece calmado a pesar de la tormenta que estaba dejando escapar. Ni una pizca de aire, todo en calma, los animales resguardados cada uno en su pequeño y acogedor refugio, solo el sonido de las gotitas rompiéndose contra las hojas, flores, tejado, suelo...
Comienzo a bajar los peldaños de madera, poniéndome a descubierto bajo la agradable sensación de frialdad.
Voy andando por el campo al tiempo que observo mi alrededor: debajo de unos matorrales una gallina refugia a sus pollitos acomodándolos bajo sus alas, caballos tranquilos de pie mirando hacia el suelo y con los ojos cerrados para dejar caer cada gota que les resbala por el flequillo ya empapado, pajarillos embolados  posados en las ramas de los protectores y robustos árboles, un solitario gato negro sentado en el pollete de una de las ventanas de la casa, mira desconcertado con esos ojos de un verde intenso, la locura que cometo al ponerme al alcance del agua que cae del cielo.
Al distraerme con mi alrededor no había reparado en su presencia hasta ese momento. Mi gran perro de apariencia lobuna está sentado junto a mí; la lluvia le empapaba el pelo largo recio, pero no perdía ni un atisbo de su presencia noble y robusta. Sus orejas triangulares y rectas se movían sutílmente con cada sonido lejano que yo no podría apreciar. De capa negra y ceniza, su pelo abundante no lo parecía ya tanto por antojo de la fría lluvia. Sus patas gruesas y musculadas me perseguirían hasta el final de los tiempos, al igual que su mirada tan atenta y paciente, como protectora. Sus ojos almendrados y perfilados de color marrón intenso me podía expresar más que las conversaciones ruidosas de muchas personas.
Entonces su mirada distraída se clavó en la mía esperando la aceptación de su conveniente compañia. Yo en modo de agradecimiento le pasé la mano por su ancha frente, agradecido por la caricia me observó espectante esperando algún movimiento para iniciar la marcha. En ese momento comenzamos a dar un paseo tranquilo. Mi cara húmeda percibía el comienzo de un frío diferente. Ahora del cuerpo caliente de los animales se desprendía un humillo resultado del contacto del calor corporal con el frío cortante que empezaba a amenazar.
Por el valle se veía llegar una lengua de neblinilla que cubriría todo el campo en poco tiempo, haciéndo desaparecer la hierbecilla que quedaría cubierta.
La luz también era diferente, comenzaba a oscurecer, el crepúsculo nos había alcanzado.
Las gotitas comenzaban a perder fuerza en su caída, cada vez caían menos. Y el sonido de la lluvia estaba acabando, melodía cada vez más imperceptible.
De las hojas de los árboles resbalan los últimos cristalitos de agua.
El olor a humedad se mezcla con el olor inconfundible de troncos quemados en el fuego de un hogar cálido y acogedor, que la chimenea de la casa expulsa en forma de densa humareda. ¿Podré retener cada olor, cada sensación, cada color? ¿Cuándo me encuentre lejos de allí recondaré todo aquello?¿Mi piel guardará aquel frío, aquella humedad, las caricias a mis perros, el calorcillo agradable de cada comienzo de primavera? ¿La claridad de esos fríos días después de noches de fuertes tormentas? ¿Aquellos atardeceres de calurosos veranos, en el que la fuerza del sol que caía incendiaba la línea del horizonte y la convertía del color más rojo nunca visto? ¿Las miradas atentas de aquellos animales que con solo observar me trasmitían la más intensa sensación de paz?
¿Todo aquello quedará en mí de igual manera que yo quedaré allí?

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